El 'Canon', la Sala Margolín y un Volky del 72
Supongo que a medida que nos pasan los años, el azar -por poco que sea- va creado ciertos patrones en nuestra vida, ciertas inercias parecidas al orden que -vistas en retrospectiva- parecerían ser como esas chinchetas que en un mapa marcan las coordenadas específicas de una ruta que comenzamos a recorrer sin saber nuestro destino.
Ese mapa es el pasado y la ruta, nuestra memoria que, en mi caso, tiene en la música y en la literatura dos inmensos anclajes con reminiscencias muy distantes, muy profundas, muy perdurables que se vuelven presentes a la menor provocación. Bastan unas cuantas armonías o una frase para que el baúl se abra y del fondo aparezcan -como si fueran de hoy- vivencias que nacieron cuando yo era muy joven y creía -como suele ocurrir en esa estación- que la vida era eterna y que el tiempo cosa solo de los relojes y los calendarios, si acaso algo de los enamorados durante las ausencias, algo que pasaba para los demás, para los mayores, nunca para mí.
En eso pensaba ayer o el día anterior, ya no recuerdo y poco importa, cuando escuchaba el Canon de Pachelbel, quizás una de las obras barrocas más gastadas, manoseadas y populares, con miles de versiones, lo mismo para cuerdas que para cualquier instrumento conocido, infaltable en el repertorio de toda ceremonia nupcial y que, luego de más de 40 años, debería provocarme algún hastío.
Pero no. Cada vez que lo escucho regreso al día en que lo conocí, a los detalles de ese encuentro y a la manera como, desde ese día, la versión que me lo reveló sigue siendo para mí la más perfecta de todas las que he escuchado, el referente ante cualquier otra. En el camino, esto me ocurrido también con otras obras -la sinfonía Heroica de Beethoven, la primera y la segunda sinfonías de Mahler, la segunda de Schumann, la segunda sonata para piano de Chopin y una de las últimas sonatas de Schubert, por ejemplo- y con el tiempo he confirmado que esos afectos no solo son porque me regresan por unos minutos a un tiempo muy distante, sino porque en realidad son versiones que los años han confirmado como excepcionales.
El 'Canon' del 68
Retorno al Canon y a aquella tarde de hace unos 41 años -yo tendría unos 18- mientras manejaba mi Volky azul clarito del 72, lleno de calcomanías en los cristales laterales traseros y una pequeña placa con el nombre de Ana. Regresaba de comer de casa de mi tía, rumbo a la escuela donde estudiaba por las tardes. Iba por la calle Monterrey -en la Colonia Roma- con el radio sintonizado en Radio Chapultepec -una de las especializadas en música clásica- cuando, casi al llegar a la avenida Álvaro Obregón, escuché los primeros acordes del bajo continuo y la variación inicial a cargo del primer violín. Me detuve junto a la acera tan pronto crucé la avenida y esperé hasta que finalizó para tomar nota correctamente del nombre de la obra y de los interpretes.
Entrar a la Sala Margolín era una experiencia fascinante, siempre con el rumor de fondo de alguna sinfonía, de algún concierto, de alguna sonata, de alguna ópera, donde siempre había una respuesta a cualquier pregunta sobre música y si no, varias sugerencias que, convertidas en tentaciones, solían quedarse en la lista de deseos por razones económicas.
“¡Carajo, qué hermosa!”, pensé. “Yo la quiero…”. Estaba a dos cuadras de la calle Córdoba, a dos cuadras de la Sala Margolín, que fuese uno de los lugares de culto de los melómanos mexicanos, especializada en la venta de elepés y casetes de música clásica con un vasto surtido, en especial de sellos tan exclusivos -y caros- como Deutsche Grammophon, Erato, RCA Victor, London, Westminster y Angel, que en aquellos años podían costar la astronómica suma de 120 pesos, toda una fortuna para un estudiante universitario con un trabajo a tiempo parcial.
Debo haber cobrado el día anterior porque al abrir mi cartera vi que me alcanzaba para los 60 o 70 pesos que podría costar esa grabación. Fui a la mágica Margolín sin pensar si me quedaría lo suficiente para gasolina, alimentos y teléfono, sobre todo teléfono, que en esos días buena parte de mi sueldo se me iba pagando llamadas a Puerto Rico precisamente a Ana Mayra, -la Ana de la plaquita en el Volky azul clarito del 72- que habría de convertirse en mi esposa y madre de mis hijos.
Entrar a la Sala Margolín era una experiencia fascinante, siempre con el rumor de fondo de alguna sinfonía, de algún concierto, de alguna sonata, de alguna ópera, donde siempre había una respuesta a cualquier pregunta sobre música y si no, varias sugerencias que, convertidas en tentaciones, solían quedarse en la lista de deseos por razones económicas.
Aquella tarde no fue la excepción. Tan pronto mencioné el Canon de Pachelbel, con la Orquesta de Cámara de Jean Francois Paillard, uno de los dos dueños de la Sala puso sobre el mostrador el elepé de esta grabación de 1968 -del sello Erato- y al lado su versión en casete.
“Pero hay otras versiones… más… más barrocas”, me dijo, y me mostró algunas, las puso en su tocadiscos y me explicó las diferencias. Luego de un rato le di las gracias. “No, en verdad me gusta más la de Paillard”, le dije. “Le agradezco las sugerencias pero me llevo esta”. En aquel Volky azul clarito del 72 escuché el Canon infinidad de veces, a mi aire, casi siempre solo, hasta el día en el que vi con desesperada impotencia como el toca casetes de medio pelo que con tanto sacrificio había comprado masticó -quizá por hastío- la cinta con mi tesoro. En cuanto pude compré el elepé y lo grabé para el carro. Y luego el disco compacto. Y más tarde lo bajé en iTunes y, finalmente, en Spotify.
Han pasado más de 40 años desde aquel día y nunca me he cansado de escuchar este Canon, el de Paillard de 1968, el que escuché por primera vez alguna tarde de 1975, el que siempre me hace regresar a ese momento, a esas calles, a esa sala. Este Canon y no otro, el que siempre me sonará como si fuera la primera vez, como si yo tuviera aún 18 y anduviese en mi ciudad, en aquel Volky azul clarito del 72, lleno de calcomanías en los cristales laterales traseros y una pequeña placa con el nombre de Ana.