Espléndido espectáculo con el Ballet Nacional de Cuba
¿Qué se hace cuando -de tanto abuso, de tanto usarlos sin justificación- los adjetivos superlativos que necesitamos en determinado momento como verdad incuestionable parecen gastados, repetitivos, estereotipados, huecos, sin la dimensión que realmente deberían tener?
En esto pensaba la noche del pasado sábado, mientras presenciaba la primera de las dos funciones de “Giselle” que ofreció este fin de semana -en la Sala de Festivales del Centro de Bellas Artes Luis A. Ferré llena a capacidad- el Ballet Nacional de Cuba, compañía fundada, dirigida y -sin duda- inspirada por la legendaria y eterna primera bailarina Alicia Alonso.
En eso pensaba -decía- mientras pensaba también en el compromiso de escribir sobre un espectáculo que desde el inicio demostró de manera incuestionable el inmenso calibre de esta compañía de cerca de medio centenar de artistas cuya excelencia fluye de manera muy orgánica, con la precisión del mejor reloj suizo y una sincronía que a menudo parece obra de un juego de espejos.
La célebre coreografía de Alicia Alonso de la popular leyenda germánica de “Giselle” -en el marco de la eterna lucha entre el bien y el mal- recibió un tratamiento casi reverencial, no solo de parte de la excepcional Viengsay Valdés -en el papel protagónico- y los talentosos Dani Hernández y Ernesto Díaz -como “Albercht" e “Hilarión", respectivamente-, sino también de un cuerpo de baile admirable que no le va muy a la zaga a este trío principal.
Como ballet idóneo que es para el lucimiento -más que de los varones- de la bailarina principal y del contingente femenino del cuerpo de baile, los momentos más memorables de esta presentación fueron tejidos precisamente por Viengsay y sus colegas, ella como una “Giselle” histriónicamente comedida y creíble, sin excesos en la teatralidad del personaje, y sí con una calidad suprema en su vasto catálogo de recursos como bailarina, tanto en sus solos y variaciones como en los contados “pas-de-deux”, lo mismo como la campesina enamorada del primer acto, que como la “Willi" de uno de los ‘ballets blancos’ más arquetípicos del repertorio, flotando etérea -apenas sostenida en puntas- a todo lo ancho del escenario.
Poseedora de una plasticidad que contextualiza cada uno de sus movimientos, desde los más sutiles “bourrées” y “jetes" hasta los más vertiginosos “fouettés”, equilibrios sostenidos, saltos en punta y piruetas, Viengsay domina el escenario con el gesto y el movimiento, con la pausa, con la mirada, en fin, con el destilado de una vasta experiencia que tiene la virtud paradójica de la frescura. Asimismo, el cuerpo de baile femenino dio cátedra de simultaneidad colectiva, con una precisión quirúrgica tanto en el aire como en el piso, ninguna nunca antes; ninguna nunca después, todas como una sola. Si esto fue manifiesto en el primer acto en la apoteosis de sus deliciosas variaciones, más aun lo fue como las alucinantes “Willis” en el ‘ballet blanco’, en especial cuando se sostuvieron en puntas, con los brazos en alto y totalmente inmóviles durante un lapso que pareció una eternidad.
Aunque los varones en general no disfrutan de tantos momentos idóneos para la espectacularidad, los que les provee la coreografía de Alonso -que subió al escenario al final de la función para recibir una larga ovación- fueron ejecutados con felina agilidad y una exactitud tan absoluta como la de sus contrapartes femeninas. Dani Hernández, con una gallardía y proyección idóneas para dar vida a "Albrecht", demostró sus incuestionables quilates en sus variaciones del primer acto, de la misma forma que Ernesto Díaz cinceló un "Hilarión" convincentemente desesperado por el amor sin remedio que profesa por "Giselle".
Sabemos que en el ballet hay momentos en los que se aplaude y momentos en lo que no se debe hacer. Durante la función del sábado fueron varias las ocasiones en las que el público tributo merecidas y oportunas ovaciones a los bailarines, por ejemplo, al final de alguna variación o algún solo espectacular. El problema surge cuando quien baila apenas ha dado -digamos- tres giros o dos saltos y alguien del público aplaude y grita desde el éxtasis un “¡bravo!” incuestionablemente inoportuno, como si quisiera demostrar que de ballet sabe mucho y que es el primero -o la primera- en premiar lo que apenas comienza a suceder. Por favor, no.
Ya ven, pensaba en el asunto de los adjetivos superlativos y no tuve otra opción que usar algunos de los que tanto se abusa. Pero doy fe de que los medité antes de escribirlos. No exagero, son verdad. Fue una noche espléndida.
(Esta reseña fue publicada en la edición impresa de El Nuevo Día del 13 de junio de 2016)