Calma, si no le cae el sayo, la cosa no es con usted…
Sí, ya sé que muchos de los que aquí me leen -que no son tantos, claro- tienen la piel finita y a veces se han sentido ofendidos por cosas por las que no deberían sentirse así, porque nada de lo que de vez en cuando aquí escribo tiene nombre y apellido… No, en realidad es un poco como el llamado a misa, al que solo va el que quiere, y el que no quiere, simplemente no va. Es también como la vieja y gastada frase que dice que “al que le caiga el sayo, que se lo ponga”.
Así es que si a usted no le importa la misa ni le queda el sayo, tranquilo que la cosa no es con usted, aunque a veces el azar nos coloque muy cerca cuando estas notas se publican en la versión digital de este diario, donde no se escoge al vecino y se debe dar ejemplo de -al menos- civilidad, cordura y tolerancia. Lindo, ¿no?
Hecha esta aclaración -que desde luego no tiene entre sus propósitos herir a quienes tiene frágil la piel- me refiero a una vieja manía que tengo con los adjetivos, que de tanto usarlos han perdido significado y de poco o nada sirven cuando realmente se justifican.
Ese afán por los adjetivos de todo tipo, -en especial los pomposos, los hiperbólicos, los grandilocuentes- se exacerba notablemente durante los seis o siete meses que anteceden a las elecciones, como parte de ese circo masivo en el que los políticos intentan hacernos creer que en las urnas realmente tomaremos una decisión que cambiará para bien el futuro de esta isla, que es para muchos -y al mismo tiempo- país y colonia.
El problema no es tanto con los políticos y su vicio por los adjetivos superlativos y las promesas, sino con los imbéciles que los creen y los creen y los creen… cada cuatro años.
Pero recuerde, sosiego: si no le cae el sayo, la cosa no es con usted.
(Esta columna fue publicada en el Buscapié de las ediciones impresa y digital de El Nuevo Día del 21 de mayo de 2016)